Suicidio hacia arriba

«Flotantes, boca arriba,
en alta mar, los dos.
En el gran horizonte solo, nadie,
nadie que mire al cielo,
nadie
a quien pueda él mirar,
sino estos cuatro ojos únicos,
cuatro, por donde al mundo
le llega el necesario
don de ser contemplado.
Fuera de los caminos de los barcos
felices escapados del auxilio,
que sería un error contra nosotros.
Por voluntad allí desnudos. Los dos.
Con esas marcas leves
secretamente conocidas,
cicatriz, señal, mancha rosada, lunar,
misterioso bautizo
de nuestra carne
que sólo el ser amado encuentra, atónito,
siempre en su sitio, en el amor o el odio,
junto al seno,
o entre la cabellera, ocultas.
Y no más nombres ya, no más maneras
de conocernos que esas señas leves,
de la carne en la carne.
Y vagamente otras
marcas también secretas
en el rastro del alma que aún nos queda.
Los nombres se borraron
ante una luz mayor, como luceros,
en el borde del alba.

Al aire ya.
Y para no volver bajo los techos
y no ver nunca más las grietas,
terribles, que nos duelen,
al despertarnos juntos,
tornando al mundo, y la primera cosa,
es una grieta atroz, sin alma, arriba.

Hay que decir, y que lo sepan bien
los que viven aún bajo techado,
donde telas de araña se entretejen
para cazar, para agotar los sueños,
donde hay rincones
en que línea y línea se cortan
y sacrifican en fatales ángulos
su sed de infinitud,
que nosotros estamos
contentos, sí, contentos
del cielo alto, de sus variaciones,
de sus colores que prometen todo
lo que se necesita
para vivir por ello y no tenerlo.

Sin andar, ya,
despedidas las plantas de los pies,
del más triste contacto de la vida,
del suelo y sus caminos:
se acabaron los pasos y los bailes.
Viven en la alegría fabulosa
De saber que la tierra ya no vuelve,
Que ya no marcharán. Están al aire;
el aire, el sol les da triunfales signos
de libertad. Se apoyan en el agua,
sin guijarros, sin cuestas, son ya libres.

Sin ver nada hecho por el hombre.
Ni las telas, las sedas,
con que disimulabas tu verdad,
cuando errábamos torpes
por la ilusión sencilla de la vida.
Ni las redondas formas de cristal,
donde se maduraban, por el día,
frutos de luz, abiertos al crepúsculo,
colgando de las lámparas.
Ni las cerillas, ni las tiernas máquinas
-relojes-
donde el tiempo, entre ruedas de tormento,
perdía su bravura,
y se iba desangrando
minuto por minuto, gota a gota,
contándonos
todas las dimensiones de la cárcel.
Nada. Todo lo que hizo el hombre,
suprimido.
Y ausentes ya las pruebas de otros seres,
sus obras,
sin señas de que nadie exista,
sin la demostración desconsolada
que es tener en las manos
monedas de oro o un retrato,
no hay nada que nos pruebe
que hubo antes otros, que otros todavía
son nuestros padres, nuestros hijos, vínculos.
Podremos ya creernos
los dos primeros, últimos, sin nadie.
Ser los que abren al mundo
su puerta virgen y lo estrenan todo,
y si oyen otra voz, solo es su eco,
y si ven una huella,
ponen la planta encima, y es la suya.
Ir tomando
-porque no hay duda ya de que nosotros,
somos los dos llamados-
posesión lenta, al fin, paraíso.
Hundirse muy despacio,
con la satisfacción clara, en el rostro,
del último color, gris, negro, rosa,
que se queda en lo alto.
El paraíso está debajo
de todo lo supuesto, lo sabemos.
Lo supuesto es la vida y es el mar.
Y por eso desnudos, voluntarios,
lo vamos a buscar,
sumergiéndonos,
suicidas alegres hacia arriba,
con el final acierto,
de nuestra creación, que es nuestra muerte.»

Razón de amor (1936)

Pedro Salinas